miércoles, 19 de febrero de 2014

La historia de la Residencia Oficial de los Pinos (segunda parte)

Aire de transformaciones

Iniciaba el siglo XIX cuando José María de Cervantes recibió de su madre Ana María Gutiérrez de Velasco las tierras del Rey, aunque sería su esposo don Ignacio Gómez de Cervantes quien lo arrendaba a un abogado de nombre José María Lebrija, y así una y otra vez hasta regresar al referido esposo, quien ahora lo cede de la misma forma a Sebastián Fernández por casi una década. Capilla,  bodegas, plantíos, bueyes y mulas, pepenadero y desde luego los molinos, con sus propios enseres, eran parte de un interminable inventario por entonces levantado.

Con tales acontecimientos daba la impresión de que el predio no representaba más un buen negocio, a pesar de ser de los más ricos de Nueva España. Lo que sí es que iniciaba un periodo de disputas para adjudicárselo una vez fallecida doña Ana María. Sucede que al testamentar le daba la propiedad a Miguel, su hijo menor, a lo que se opuso su cuñado, Mariano Primo de Rivera, representando a Rita, la mayor, quien tras obtener el fallo a favor tomó posesión del sitio hasta su muerte cerca de 1816, para ser ahora tierra de la consorte María Josefa de Velasco y Ovando –su esposo también se opuso al designio de doña Ana–, fallecida en 1834 y que diera el territorio a su sobrina Dolores, aunque más de una década antes la propiedad se había dividido

De nueva cuenta entraba en un periodo de rentas en la etapa posterior a la consumación de la Independencia en 1821 que no sólo desgastaron físicamente la propiedad, sino que el empoderamiento devenido de las disputas entre los Cervantes  acechó la concentración de poder económico y social que distinguió a Urrutia de Vergara y hasta a los Altamirano. Para los años cuarenta, la invasión norteamericana a México propició un memorable episodio bélico entre las fuerzas militares de ambos países en las inmediaciones del Molino del Rey, terminando así un periodo complejo en la historia de esta región del bosque de Chapultepec.


Carl Nebel (litografía de Jean-Baptiste Bayot), Battle of Molino del Rey during the Mexican-American War1851. 
Publicada en The War Between the United States and Mexico, Illustrated, 1851

De molino a rancho  

Cuando la presidencia del general Mariano Arista, en 1851, aquellas “agrestes lomas, los volcanes gigantes, la vista de los lagos apacibles y el bosque augusto de los ahuehuetes”, como se refiriera del Molino del Rey don Guillermo Prieto, y pese a la disputa legal entre los Cervantes y allegados que aún la mantenía en discordia,  son vendidas al general José María Rincón Gallardo en noviembre de ese año, quien en los siguientes quince años, aproximadamente, las divide aún más y vende a diversos particulares, entre ellos el doctor panameño Pablo Martínez del Río, como expresa la escritura correspondiente, aquí adaptada:

En la ciudad de México a 15 de enero de 1853, ante mí el escribano y testigos el señor don José Rincón Gallardo, vecino de esta capital, a quien doy fe conozco dijo que es el dueño en posesión y propiedad del molino nombrado del Rey cerca de Chapultepec, como es público y notorio; y de sus tierras ha convenido vender al señor doctor Pablo Martínez del Río, 159 350 varas cuadradas superficiales… [1]


CRUCES Y CAMPA, DOCTOR JOSÉ PABLO MARTÍNEZ DEL RÍO, CA. 1867 
(INV. 453678; SINAFO, CONACULTA-INAH-MEX; INSTITUTO NACIONAL DE ANTROPOLOGÍA E HISTORIA)


Iniciaba así la historia del rancho “La Hormiga”, tierra que, trastocada cuando el periodo posrevolucionario y la gestación de una clase política que poco a poco cambiaba de hábitos, mutaría su aún poderosa investidura hacia 1934, año en que llegó a sus inmediaciones la Residencia Oficial de los Pinos… pero de ello se hablará en otra ocasión.



En F. Muñoz y J. Escobosa, Historia de la Residencia Oficial de Los Pinos, México, FCE, ¿2002?, p. 73.

La historia de la Residencia Oficial de los Pinos (primera parte)

La tierra del Rey

Aquello era un inconmensurable prado que evocaba serenidad y brindaba resguardo a sus huéspedes; un lugar que por lo narrado en las crónicas indígenas incitaba a habitarlo. Eran tiempos prehispánicos y por estas historias podría deducirse que sobre sus linderos hubo pobladores desde el siglo XII; leyendas de toltecas, la llegada de la séptima tribu nahuatlaca, la última parada de los mexicas tras su peregrinar desde Aztlán hacia mediados del XIII...

Era Chapultepec-Techcatitlan-Hueytenango[1] con sus inmediaciones de prolífica vegetación. El sitio donde le fue construido un castillo a Nezahualcóyotl o el que Moctezuma consideró un lugar sagrado. Y quizá en el siglo previo a la conquista fue cuando este espacio siempre productivo por su fertilidad y verdor dejó de ser un lugar empoderado para convertirse en un referente de poder y descanso en los siglos sucesivos.

Consumada la conquista española en 1521, cuando la fiesta de San Hipólito (misma iglesia que hoy es casa de San Judas Tadeo), Hernán Cortés empezó la planeación de la nueva capital, cuyo trazo desecó algunos cauces y apagó parte de los vestigios de aquella civilización. Y a pesar de los cambios, la historia del bosque de Chapultepec acumularía nuevas anécdotas en menos de un lustro. Justo en un documento de 1525 del Cabildo Municipal se asienta la primera referencia de un molino edificado por Hernán López de Ávila en la zona de Tacubaya, a quien se le permite construir un canal o zanja junto al río, es decir, un herido de agua.


1519-1521 The Conquest of Mexico
Tomado de www.emersonkent.com (consultado el 19 de febrero de 2014)

Aquel trapiche ocupó el parte del territorio del que después sería llamado Molino del Rey o del Salvador. Tampoco se sabe con exactitud quiénes fueron sus propietarios hasta antes de 1550; sólo que era de investidura real y quizá en un tiempo de Hernán Cortés. Ese año pasó a manos del regidor Ruy González, acumulando a partir de entonces una serie de heredades, pero manteniéndose el común denominador en cada etapa: la cualidad de productiva y rica hacienda al servicio de ciudadanos acaudalados.

Don Cristóbal Gudiel y después Alonso de Alcocer sucedieron al regidor como dueños del inmueble antes de que cayera en manos del terrateniente Juan de Alcocer, hijo del segundo, quien terminaría perdiéndolo en un primer embargo hecho por el Tribunal de la Santa Cruzada[2] debido a las deudas de éste a razón de unos préstamos, incumplidos al día en que lo alcanzó la muerte, pero que por intercesión de su viuda, doña Guiomar de Ábalos y Bocanegra, pudieron mantenerlo unos años más tras haber pedido permiso para arrendarlo. Sin embargo, su pérdida definitiva y posterior subasta se daría tras la muerte de ella.


José María Velasco, Valle de México tomado cerca de Molino del Rey (detalle), 1900, óleo sobre tela, Museo Nacional de Arte/INBA 
(Digitalización: Raíces). Tomada de: http://www.arqueomex.com/S9N5n4Esp35.html (consultado el 19 de febrero de 2014)

En la almoneda, Antonio Urrutia de Vergara adquirió el Molino del Rey y otras propiedades pagando la correspondiente suma con pesos de oro común. En éste y otros molinos de Chapultepec, más algunas parcelas de Tacubaya y Santa Fe, fundaría el segundo de  tres mayorazgos, aunque con el tiempo pidió que el trapiche del Rey fuera integrado al primero. Con él se edificaron inmuebles que servían de descanso.

A su muerte, sus bienes fueron heredados a las siguientes generaciones hasta la primera mitad del siglo XVIII, cuando una de sus descendientes casó con Juan Javier Altamirano, VI Conde de Santiago de Calimaya, llegando así el distinguido apellido Altamirano a la historia del molino. Y nuevamente, con el casamiento de una de sus descendientes, Ana María Gutiérrez Altamirano, con Leonel Gómez de Cervantes y la Higuera, llegó el turno de los Cervantes, ricos también, extendiéndose el realce del lugar al amparo del poder económico y social.

Por oficios e inventarios citados en distintas fuentes historiográficas se infiere que la proporción de los molinos de Chapultepec eran mayúsculas, lo cual encarecía su manutención, incluso que el del Rey era prácticamente un centro neurálgico, mas no cejaban los esfuerzos por mantenerlo como un lugar de remanso, producción y poder, aunque en muy pocos años, desde los albores de la independencia de Nueva España y hasta los primeros años de la lucha, iniciaría periodo crítico.



[1] En el pasado prehispánico era recurrente que los topónimos fueran compuestos por dos o tres palabras; éste era con el que llamaban a Chapultepec.
[2] Instancia encargada de procurar el debido uso de las bulas y embargar a los deudores. En F. Muñoz y J. Escobosa, Hitoria de la Residencia Oficial de Los Pinos, México, FCE, ¿2002?, p. 26.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Postales de México

El canal de la Viga hacia 1900

Al imaginar la vida cotidiana en la capital de México en los albores del siglo XX, quizá el pensamiento se traslada al ambiente revolucionario, ése que gracias a la historia hoy sabemos que estaba a punto de alcanzar su cenit. Sin embargo, más había en la esfera y el espacio públicos, donde la gente con sus actividades modeló su territorio urbano y adecuó sus recursos a tantas necesidades. El canal de la Viga, con una larga historia, es referente inmediato de ello.


Postal del canal de la exhibida en el Museo del Objeto, 
ubicado en la colonia Roma de la ciudad de México

Lacustre desde tiempos inmemoriales, fue una arteria primordial para el abasto de toda clase de productos de y para los capitalinos: becerros, azufre, nabo, leña, maíz, brea, mantas, bueyes... Los marchantes, al cuidado de sus mercancías, emprendían el largo camino al centro de la capital de madrugada, y por ahí se echaban un café de olla o un ‘trago’, y hasta un buen taco para ‘aguantar’ la jornada. Eso sí, en la garita de la Viga(construida hacia 1604) todo bebía ser inspeccionado; hubo un momento en que a los comerciantes les era solicitado un pasaporte y hasta un corrupto derecho de piso.

De acuerdo a mapas de la segunda mitad del XIX, el canal de la Viga era parte del canal México-Chalco, iniciaba en “... Chalco, seguía por Xico, después atravesaba el dique de Tláhuac (que dividía los lagos de Chalco y Xochimilco) para unirse con la acequia que comprendía los pueblos de Culhuacán, Mexicalzingo, Iztacalco y Santa Anita hasta entrar a la ciudad de México por la garita de la Viga, y finalmente el canal llegaba a las calles de Roldán por el rumbo de laMerced”,[1] lugares que además aún existen.

William Henry Jackson (atribuida), Canal de la Viga, Ca. 1890

También había momentos en que el tránsito sobre su ruta era lento, como hoy, y quizá tampoco eran los menos quienes intentaban avanzar buscando el menor resquicio o se escurrían entre carriles reglamentados por la sabia costumbre para quedar delante y así alcanzar más rápido su destino... nada más que desplazándose sobre agua en vez de asfalto, en canoas, trajineras, góndolas movidas por remos o largas varas (también hubo barcos de vapor), unas veces más fácil que otras, según el azolve acumulado de acuerdo a la época del año. 


Y como no todo era comercio, en una época su gente, residentes de las comunidades de la periferia, marchantes, remeros, visitantes, gendarmes, administradores, y por supuesto familias, dieron lustre al popular Paseo de la Viga, ya que en éste tuvieron lugar celebraciones como la del Viernes de Dolores o Fiesta de las Flores, en primavera, que de acuerdo a crónicas de la época, eran festejadas con júbilo desbordante.

También llamado en anteriores siglos Canal Nacional y Acequia Real en algunos puntos, este canal se extinguió pasado 1910; peor aún, se llenó de inmundicias, lirio y otros desechos que orillaron a la Comisión de Higiene a declararlo lugar de riesgo para la salud pública. Años después sería rellenado y luego, en los cincuenta, pavimentado. Actualmente es una de las avenidas principales del sureste capitalino que desembocan en el centro de la ciudad, y viceversa.


[1]Araceli Peralta Flores, “El canal, puente y garita de la Viga”, en Janet Long y Amalia Attolini(cords.), Caminos y mercados de México, México, IIH-UNAM / INAH, 2009, p. 459. 

Nuestra lengua viva

De la cotidianidad a la lengua

Si alguna vez ha escuchado o le han llamado cochino ha fraternizado con uno que otro cuate, se ha llevado un itacate de casa de sus parientes, se compró unos cacles, y hasta si conoció o ha oído hablar de El Ahuizote, un periódico del siglo XIX, quizá le ocupe saber de dónde provienen estos términos que algunas personas se han  encargado de chotear.  


 Anónimo, "A propósito del 30 de julio", en El Hijo del Ahuizote  (Dir. Néstor González), 
núm. 757,5 de mayo de 1901, México

Por ahí de tiempos prehispánicos, mucho antes de la llegada del conquistador español Hérnan Cortés y huestes que lo acompañaban, la civilización vigente cinceló un universo que muchos siglos después sigue latente por medio de sus suntuosas expresiones arquitectónicas, religiosas, astronómicas... presentes en muchos rincones del país, además de las que nos competen aquí: las lingüísticas, que sin embargo, mucho tendríamos qué hacer para explorarlas 'todititas', así que sólo abrevaré algunos nahuatlismos (palabras del náhualt).


Huarache, zapato típico mexicano

Resulta que los antiguos pobladores llamaron cochini (dormilón) a los cerdos que trajeron los españoles a nuestra porción de América, pues siempre estaban dormidos; un cóatl (gemelo, individuo o persona cercana) era para la sociedad de aquella época lo mismo que para la actual; el ihtácatl era ese conjunto de provisiones que se llevaba a un viaje largo o simplemente a casa; el cactli era la sandalia, hoy zapato; Ahuítzotl, como el "nombre de un gobernante mexica al que se atribuía crueldad extrema", expresada esta última mediante la crítica mordaz contra el aparato político hecha por el periódico citado líneas arriba; y finalmente xochtía para referirse a algo que no debía tomarse ya en serio porque se ha desgastado o se ha vuelto algo frívolo.

Si nos sumergiéramos "a nuestras anchas" en el origen de lo que decimos, encontraríamos una vastísima realidad en la que cada palabra de nuestra lengua únicamente se integra para definirla. Por tanto, abrazar las raíces del español actual -de México por lo menos-, andar por los vericuetos de nuestra tradición oral y aprehendernos de nuestra cotidianidad, no deja de ser tan apasionante como sorprendente. Y en este mismo cuento, otro día les platico sobre el coco y el tlacuache, esos seres a quienes temen los niños, o el el chintamal, nuestros tianquiztlis o los habituales trácalas.

martes, 4 de febrero de 2014

Una tradición popular

A propósito de los tamales de cada 2 de febrero



“Hay de chile, de dulce y de manteca”... expresa el dicho popular acerca de la variedad de los tamales, que aparte de ser vasta y un verdadero deleite, agolpa tradiciones de no pocas cocinas típicas del territorio nacional, las cuales le han dado prestigio, riqueza cultural y arraigo entre los mexicanos; y ni qué decir del 2 de febrero con el Día de la Calendaria, celebración de origen capitalino a la que seguramente no pocos asociamos a la gran 'comilona' de tamales, invitados por quienes vieron asomar al Niño Dios en su pedazo de rosca unas semanas antes.  
         Generalmente envueltos en hojas de mazorca, de planta de maíz, de plátano, de papatla, de hierba santa, entre otras, y servidos “encuerados”, la diversidad de este platillo enlista peculiares ejemplares, como los tamales barbudos, típicos de Sinaloa, en cuyo interior se agregan camarones con cáscara; los de Judas, elaborados con masa de maíz rojo y endulzados con miel piloncillo, degustados en Semana Santa; los tontos, hechos de pura masa cocida al vapor y sin condimento alguno –sea anís, sal o manteca–, con los que se acostumbra comer el mole prieto; las corundas purepechas preparadas al vapor en olla de barro que acompañan el churipo, guiso tradicional michoacano; los juacanés, tamales de frijol con camarón de origen zoque; los toropintos de la costa chiapaneca, hechos con frijol camagua o petejul; los úgui, de origen otomí, envueltos en hoja negra de maíz y elaborados con canela, piloncillo y anís; los de ancas de rana, elaborados en los llanos hidalguenses de Apan, en los alrededores de la laguna de Tecocomulco; los piques de la Huasteca, con los que se acompaña un rico café por la mañana o por la noche; el colosal zacahuil, hecho con la carne de todo un puerco o la de varios pollos, el cual forma parte de la tradición fúnebre huasteca... entre muchos, muchos más; varios de ellos descritos en el Diccionario del náhuatl en el español de México (2009), de Enrique García, Enrique Rivas y Librado Silva, coordinado por Carlos Montemayor.


En Coyoacán tiene lugar la tradicional feria del tamal, en el marco 
de la tradición capitalina de la Candelaria.  


De la ciencia al arte

De hospital para sifilíticos a academia de artes

Muchos conocemos hoy, o por lo menos hemos oído nombrar a la Academia de San Carlos, un lugar para la enseñanza del arte enclavado en el centro de la capital mexicana, más o menos a espaldas de Palacio Nacional. Sin embargo, me aventuro a pensar que un tanto menos imaginamos lo que ahí ocurrió previo a la llegada de las artes. 

Resulta que tras la conquista de los españoles a Nueva España en 1521, las culturas que ahora departían en la joven Ciudad de México buscaban las formas y los medios para congeniar en costumbres. A la par, también llegaban diferentes modelos de organización social, de comercio, de estructura política… y también enfermedades, como el mal venéreo.

Así, a instancias del obispo de la capital novohispana, fray Juan de Zumárraga, y con la anuencia del rey Carlos V, hacia 1539 se dispuso la fundación de un hospital que atendiera a los llagados por este mal: el hospital del Amor de Dios, puesto bajo la advocación de San Damián y San Cosme. Después, en cédula real expedida en Madrid el 29 de noviembre de 1540, se da el patronazgo al obispo, y el 13 de mayo de 1541 se verifica jurídicamente su escrituración. Zumárraga dispondría que la catedral metropolitana –a cuyo costado se ubicaba entonces– lo sostuviera y que se destinara el noveno y medio de los diezmos para su manutención.

Aunque ya había varios nosocomios, como el Hospital Real de Indios o el de Jesús, ninguno tenía cómo brindar las unciones a los sifílicos; ni abasto ni condiciones. Crónicas de la época narran que muchos conquistadores padecieron de bubas. “Era tan general el mal venéreo, que se miraba como una nota en todo hombre honrado, la falta de los achaques de esa enfermedad”, dejó escrito el médico español Cárdenas en publicación de 1591.

Con el paso del tiempo, el hospital sumó otras contribuciones provenientes de rentas, pero a dos siglos de haber sido fundado se mantenía con gran esfuerzo, pues los gastos para nada eran mínimos, empezando por el alto salario del administrador general (más de mil pesos anuales), que mucho se diferenciaba del que obtenían afanadoras, cocineras, atoleras, lavanderas y demás personal de servicio (menores a 80 pesos). Con cerca de 150 camas para los contagiados, funcionaría hasta mediados del siglo XVIII. Mayordomos, capellanes (Carlos de Sigüenza y Góngora fue uno) y los obispos quedaron a cargo.

Quizá por las trastabillantes condiciones políticas y sociales que vivía la nación mexicana, el sanatorio real del Amor de Dios decayó. Las unciones no podían brindarse más y los enfermos fueron enviados al Hospital de San Andrés, en la actual calle Tacuba. El 1 de julio de 1788, día del traslado, también quedaron cerradas sus puertas. Pocos años después recibiría a la hoy llamada Academia de San Carlos, que para mí, es simplemente un lugar entrañable.

 
Interior de la Academia de San Carlos durante una ceremonia de 
titulación; por ahí ando yo, casi en primer plano. Invierno de 2012.