miércoles, 23 de julio de 2014

Historias de dinero

Historias de dinero


De peso universal

En
 los primeros años de la conquista, el real fue la base del sistema monetario español en ultramar, hasta que en 1537 un decreto avaló que la Casa Real de Moneda de la Ciudad de México acuñara el real de a ocho. La moneda creada sólo para el comercio interno de Nueva España, con el paso del tiempo dominó la escena mundial.
La unidad novohispana poco a poco suplantó las formas mercantiles que operaban localmente. Por otra parte, la compleja diversidad de sistemas de la época fue barrida por el real de a ocho, cuyo valor intrínseco de 27 gramos de plata aumentó su presencia en los intercambios. Los mercaderes hispanos comenzaron a embarcar sus monedas en los galeones que surcaban el Pacífico y los chinos las aceptaron gustosos a cambio de sus productos.
El nuevo real tejía ya el mercado mundial, desplazando a los maravedíes, ducados y denarios de Occidente, a la piastra de Oriente, y siendo legal en las Antillas, España y Sudamérica. Para el siglo xvii era una realidad cotidiana. Después, las leyes del mercado condicionaron su presencia: un resello de punzón los diferenció en China y Brasil, en Inglaterra le asignaron valores particulares y en Estados Unidos respaldó la moneda local al triunfo de su independencia, además de que fue legal hasta 1857.

Su aceptación como medio universal de pagos duró hasta el siglo xix, cuando aún circulaban las piezas de la Colonia junto a las que, desde el triunfo de la independencia, habían sustituido en sus caras las marcas de la Corona por el escudo nacional. Todo un hito en la historia del comercio mexicano y mundial.

Usos del español en México

Postales de nuestra lengua


Nimiedades del español de México en 1944

C
onsecuencia de los tiempos vividos, la evolución del español usado en México ha sumado sus propias acepciones y virtudes desde que fuera introducido al territorio en el siglo xvi; por supuesto que muchas de ellas se forjaron ajenas al español de nuestros conquistadores, y no nada más por la apropiación de vocablos para transformarlos o mimetizarlos con voces del náhuatl, otomí, maya... (en los que abundaremos en otra ocasión), sino también por los intrincados vericuetos en los que los usuarios incurren ante su necesidad de llamar, nombrar o expresarse.
Para muestra, un botón, dice un clásico. En una nota publicada a fines de septiembre de 1944 en el periódico El Nacional, el escritor y poeta español avecindado en México, Juan Rejano, escribió palabras que los ibéricos dejaron de usar pero que en México continuaban vigentes; a saber: recámara, luego luego, lépero y festinar, a la sazón sustituidas por alcoba o dormitorio, en seguida o al instante, desvergonzado o procaz, y apresurar, respectivamente. Agrega, en este tenor, que los mexicanos usan la forma verbal urgir, y los españoles sólo el sustantivo urgencia.
En otro orden de ideas, Rejano, también considerado exponente de la Generación del 27, enlista términos que significan distinto a cada lado del Atlántico. En México, conceptuoso es un discurso lleno de interés, en España uno “lleno de oscuridad, de repliegues”, explica; y de quien ora, los mexicanos dirían que discursó enfáticamente, un vocablo que los europeos usarían para decir que el orador pronunció con pedantería. Peculiar resulta el caso de chulo –popular en ambos países al día de hoy–, que en México significa bonito y por allá, antes, se usaba para llamar a alguien que viste con majeza, y hoy, para referirse a un vago o a un vividor de mujeres.
También menciona palabras diferentes para llamar lo mismo; por ejemplo, en la nación peninsular se usa tardar, acá dilatar; agradable allá, suave aquí; camorrista y rijoso; butaca y luneta; marchar e ir... Acá por ejemplo sigue siendo peculiar escuchar que alguien diga: “Ya se marchó” en lugar de “Ya se fue”. Y sobre entrada y boleto, escribe: “Ninguna [...] es propia del caso, porque lo que se va a recibir no es la localidad ni la entrada, sino el medio de conseguir una y otra”; un argumento peculiar sin duda.
En otros casos de llamar la atención, explica primero que en México “se le ha quitado al siempre rotundidad [...] se le ha dado una especie de valor afirmativo dulcificado”. En segundo lugar, ejemplifica la existencia de palabras provenientes de territorio “yanqui” entre los mexicanos, principalmente los fronterizos, destacando que éstas se han transformado para atender necesidades propias,  aglutinándose en populares estilos como el pochismo; una idea que expresa bien el término ningunear: “Es tan precisa –tan valiosa– [...] que el idioma español estaba esperándola con los brazos abiertos”.
Quizá la nota aquí referida sea una muestra infinitesimal de un universo lingüístico tan flexible como cambiante, a razón de las costumbres de una sociedad que necesita convivir y expresarse para evolucionar.

Hoy, las cosas no son distintas.  

Entre naciones

Entre naciones


Armando R. Pareyón y la cita que cambió el destino

La
 sociedad europea llegaba a aquel verano de 1940 inmersa en un ambiente de tensiones bélicas; la Segunda Guerra mundial llevaba ya varios meses asolando la geografía de aquel continente. Por otra parte, España salía, poco a poco, de aquella guerra civil –terminada oficialmente en 1939– que tocó profundamente a sus ciudadanos y Estado; un conflicto interno que no sólo transformó a los de la península ibérica, pues las repercusiones internacionales también marcaron en esos años a Francia y para siempre a México, con el asunto de los exiliados.
El acuerdo entre Francia y México sobre el caso de los desterrados españoles, significó una breve acotación en medio de la guerra. Cuando las tropas alemanas llegaron a las puertas de París el 14 de junio de 1940, se “firmaba” la ocupación. El primer ministro francés Paul Reynaud inició lo que en el papel parecía una desordenada huida hacia el sur, hasta que renunció, dejando al militar de gran fuste, Henry Philippe Benoni Omer Joseph Pétain (1856-1951), a cargo de una nación doliente y de un gabinete itinerante que finalmente encontró dónde establecer sus oficinas: el Hotel Du Parc, en el poblado de Vichy.
Cuenta el militar Armando R. Pareyón,[1] también diplomático y entonces jefe del Estado Mayor del presidente Lázaro Cárdenas del Río, que hasta este lugar llegó en esos días el abogado guanajuatense Luis I. Rodríguez, enviado por el primer magistrado mexicano. La misión fue entrevistarse con Pétain, el héroe de la Batalla de Verdún de la Primera Guerra mundial (1914-1917), para interceder por los refugiados españoles. Cita Pareyón sobre la instrucción cablegráfica dada a Rodríguez:

Con carácter urgente, entreviste usted al gobierno francés y manifiéstele que: México está dispuesto a acoger a todos los refugiados españoles de ambos sexos residentes en Francia. Diga usted que este gobierno está tomando medidas conducentes para llevar a la práctica esta resolución en el menor tiempo posible. Si el gobierno francés acepta en principio nuestra idea [...] todos los refugiados españoles quedarán bajo la protección de la bandera de México. Asimismo, de aceptar el gobierno francés, sugiera usted la forma práctica para realizar propósitos, en la inteligencia de que, en atención a las circunstancias, nos dirigimos a gobiernos alemán e italiano, comunicándoles nuestros deseos.   

Dicho sea de paso, Pareyón explica que Cárdenas también se comunicó a Washington y solicitó apoyo para su iniciativa a los gobiernos de Centro y Sudamérica. Mientras tanto en Francia, la cita entre Pétain y Rodríguez quedó pactada para el 8 de julio de 1940, a las 16:30 horas, en el 418 del hotel de Vichy. Y tras el intercambiar saludos, el guanajuatense “entró en materia”, a decir de don Armando, a lo que el entonces octogenario militar francés respondió:

— ¿Por qué esta noble intención que tiende a favorecer a gentes indeseables?
— Le suplico lo interprete usted, señor mariscal, como un ferviente deseo de beneficiar y amparar a elementos que llevan nuestra sangre y nuestro espíritu.
— ¿Y si les fallaran, como a todos, siendo como son, renegados de sus costumbres y de sus ideas?
— Habríamos ganado, en cualquier circunstancia, a grupos de trabajadores capacitados como los que más, para ayudarnos a explotar las riquezas naturales que poseemos.
— Mucho corazón y escasa experiencia.

Palabras más, palabras menos, la conversación que se prolongara por un momento más, llegó a feliz término cuando, expresa Pareyón, Petain manifestó su admiración por Cárdenas:

Yo lo admiro como soldado y lo envidió como ciudadano. Diga usted que estoy conforme con el plan que se me propone. No vale la pena ahora discutirlo en detalle. Tampoco sé a quién darle tan señalada comisión. En vísperas de renovarse el gobierno [francés], ignoro todavía el nombre de mis colaboradores. Cualquiera que resulte llevará mis directrices para realizar con usted  esa empresa tan generosa.

Concluye el jefe del Estado Mayor de Cárdenas que “se había resuelto, casi milagrosamente, con profundo sentido de la humanidad, la suerte de más de un millón de hombres atenazados por el destino y que sacudían así los grillos y cadenas de su propia angustia”.[2] Así las cosas, el 23 de julio de 1940 tuvo lugar la firma del “Convenio Franco-Mexicano” con el que ambas delegaciones daban un giro importante a la historia de los españoles sin tierra. El resto es historia sabida, y aún en nuestros días, vivida: el exilio español en México se fusionó nuevamente con la tradición mexicana de la época, una mezcla que al día de hoy sigue vigente.   
  






[1] Armando R. Pareyón Azpeitia, Cárdenas ante el mundo, México, Populibros La Prensa, 1977, p. 121-164.
[2] Pareyón Azpeitia, op. cit., p. 129-130.

En vías de la independencia

En vías de la independencia


 De Iguala a Córdoba: el proyecto de independencia iturbidista


La
 sociedad de la futura nación mexicana llegó a 1820 conviviendo en una aparente estabilidad otorgada por el dominio realista luego de años de cruentas batallas libradas contra los insurgentes que, escasos, sobrevivían en condiciones poco favorables para abrazar la victoria. La esperanza por obtener la autonomía de España iniciada desde hacía una década aún latía, aunque criollos, realistas, expedicionarios e insurgentes, deseaban conseguirla al amparo de sus propios métodos.
La Constitución gaditana, de vocación liberal y anticlerical, fue restablecida sin la anuencia de todas las partes; finalmente, en mayo de aquel año, el virrey De Apodaca se vio obligado a jurarla. A la par, se celebraron conjuras que contravenían el nuevo orden. Primero encubiertas y después inmersas en una ardua labor comunicativa, las posturas no conseguirían su cometido; salvo una, la de Agustín de Iturbide, “el Dragón de fierro”.
Criollo aristocrático y ferviente católico, el michoacano Iturbide vislumbró la independencia a partir de un proceso emancipador y una amplitud de perspectivas (religiosa, militar, política…). Si bien había hilvanado sus primeras ideas desde el otoño anterior, esperó al 24 de febrero de 1821 para proclamar su Plan de Iguala, cuyos principales postulados eran garantizar la religión católica, lograr la independencia con una monarquía constitucional, y conservar la paz y unión de americanos y europeos.
El Plan era práctico y estaba tan bien elaborado que logró la adhesión de casi todos los mandos, los cuales después conformaron el Ejército de las Tres Garantías, fuerza que procuraría el Plan, la Independencia y la futura constitución, emanada de la “Junta Gubernativa de la América Septentrional”, como fue titulada en el documento. Además, se invitaba a gobernar al propio Fernando VII o a otro miembro de la casa reinante.
La independencia entraba a su fase final. En el verano de 1821 desembarcó en Veracruz el nuevo virrey O’Donojú, quien a favor del movimiento, firmó con Iturbide los Tratados de Córdoba el 24 de agosto. Un preámbulo y diecisiete artículos redactados por José Domínguez, secretario del futuro emperador Agustín I, y sólo modificados por O’Donojú para favorecerse, otorgaban a México su autonomía, ratificando entonces lo postulado en el Plan de Iguala, aunque ahora no era forzoso que los gobernantes pertenecieran a la Casa Real española.
El 27 de septiembre, el Ejército Trigarante hizo su entrada en la capital consumando así la independencia. Al día siguiente se firmó la segunda acta independentista. “La nación mexicana que, por trescientos años, ni ha tenido voluntad propia, ni libre el uso de la voz, sale hoy de la opresión en que ha vivido”, expresaba entre sus líneas el consagrado documento.
Cuatro páginas de 31 x 21 cm bajo el título “Plan de Iguala del Sr. Coronel D. Agustín de Iturbide. Publicado en Iguala 24 de Febrero de 1821”, impreso en octubre de ese año, dejan constancia de lo fraguado por Iturbide en el plan que daría identidad y posible forma a la nueva nación. Y aunque ésta no es la primera constancia de los documentos, sí es en la que se dan a conocer juntos. Fueron publicados por Ramón Gutiérrez del Mazo, Primer Jefe Político de la Ciudad.

El legado de las letras

El legado de las letras


 Tesoros bibliográficos de Nueva España

S
abido es que la llegada de los españoles a América a principios del siglo xvi trajo consigo una estela de nuevas costumbres que con el correr del tiempo se fusionaron con las tradiciones locales, redefiniendo el entorno de una sociedad tan diversa y asimétrica como rica culturalmente. De cada evento acontecido en el corazón de la naciente Nueva España, surgió la imperiosa necesidad de registrar su historia.
A instancias del virrey Antonio de Mendoza y el obispo Juan de Zumárraga, el impresor alemán Juan Cromberger envió a la capital novohispana la primera imprenta que existiría en el lugar, como consta en documento auténtico, pero que desafortunadamente no da fecha ni algún otro pormenor del suceso. Así, la llegada de la rotativa a estos lares fue de gran utilidad para plasmar en libros y pliegos diversos lo ocurrido entonces, que tiempo después formaría parte fundamental de la historia del Nuevo Mundo.
Con base en la obra Bibliografía mexicana del siglo xvi, de Joaquín García Icazbalceta (editado en 1886 por Librería de Andrade y Morales, Sucesores / Imprenta de Francisco Díaz de León), podemos decir que la imprenta llegó a México en la década de 1530, que tuvo por primera ocupación la impresión de cartillas o de trabajos pequeños urgentes, y que de las prensas de aquel aparatoso artefacto salió la Escala, que podría ser considerada la primera obra impresa en Nueva España.
Se considera que el primer impresor en la región fue el célebre Juan Pablos. En cuanto a las sedes, se tiene registro de que en abril de 1540 estaba en operación la imprenta en la Casa de las Campanas, del obispo Zumárraga, ocupando la esquina de las calles de Moneda y cerrada de Santa Teresa la Antigua, frente al costado del que fuera el Palacio Arzobispal.
Según la versión de Icazbalceta, “a un obispo se debió, sino en todo en mucha parte, la venida de las primeras prensas: prelados y religiosos se obligaron a sostenerlas, y las Órdenes les dieron continuo alimento con el tesoro de sus obras en lenguas indígenas, tan estimadas hoy en el mundo entero. Nuestra primitiva Iglesia puede, pues, gloriarse de haber introducido y fomentado en el Nuevo Mundo el maravilloso arte de la imprenta”.

miércoles, 19 de febrero de 2014

La historia de la Residencia Oficial de los Pinos (segunda parte)

Aire de transformaciones

Iniciaba el siglo XIX cuando José María de Cervantes recibió de su madre Ana María Gutiérrez de Velasco las tierras del Rey, aunque sería su esposo don Ignacio Gómez de Cervantes quien lo arrendaba a un abogado de nombre José María Lebrija, y así una y otra vez hasta regresar al referido esposo, quien ahora lo cede de la misma forma a Sebastián Fernández por casi una década. Capilla,  bodegas, plantíos, bueyes y mulas, pepenadero y desde luego los molinos, con sus propios enseres, eran parte de un interminable inventario por entonces levantado.

Con tales acontecimientos daba la impresión de que el predio no representaba más un buen negocio, a pesar de ser de los más ricos de Nueva España. Lo que sí es que iniciaba un periodo de disputas para adjudicárselo una vez fallecida doña Ana María. Sucede que al testamentar le daba la propiedad a Miguel, su hijo menor, a lo que se opuso su cuñado, Mariano Primo de Rivera, representando a Rita, la mayor, quien tras obtener el fallo a favor tomó posesión del sitio hasta su muerte cerca de 1816, para ser ahora tierra de la consorte María Josefa de Velasco y Ovando –su esposo también se opuso al designio de doña Ana–, fallecida en 1834 y que diera el territorio a su sobrina Dolores, aunque más de una década antes la propiedad se había dividido

De nueva cuenta entraba en un periodo de rentas en la etapa posterior a la consumación de la Independencia en 1821 que no sólo desgastaron físicamente la propiedad, sino que el empoderamiento devenido de las disputas entre los Cervantes  acechó la concentración de poder económico y social que distinguió a Urrutia de Vergara y hasta a los Altamirano. Para los años cuarenta, la invasión norteamericana a México propició un memorable episodio bélico entre las fuerzas militares de ambos países en las inmediaciones del Molino del Rey, terminando así un periodo complejo en la historia de esta región del bosque de Chapultepec.


Carl Nebel (litografía de Jean-Baptiste Bayot), Battle of Molino del Rey during the Mexican-American War1851. 
Publicada en The War Between the United States and Mexico, Illustrated, 1851

De molino a rancho  

Cuando la presidencia del general Mariano Arista, en 1851, aquellas “agrestes lomas, los volcanes gigantes, la vista de los lagos apacibles y el bosque augusto de los ahuehuetes”, como se refiriera del Molino del Rey don Guillermo Prieto, y pese a la disputa legal entre los Cervantes y allegados que aún la mantenía en discordia,  son vendidas al general José María Rincón Gallardo en noviembre de ese año, quien en los siguientes quince años, aproximadamente, las divide aún más y vende a diversos particulares, entre ellos el doctor panameño Pablo Martínez del Río, como expresa la escritura correspondiente, aquí adaptada:

En la ciudad de México a 15 de enero de 1853, ante mí el escribano y testigos el señor don José Rincón Gallardo, vecino de esta capital, a quien doy fe conozco dijo que es el dueño en posesión y propiedad del molino nombrado del Rey cerca de Chapultepec, como es público y notorio; y de sus tierras ha convenido vender al señor doctor Pablo Martínez del Río, 159 350 varas cuadradas superficiales… [1]


CRUCES Y CAMPA, DOCTOR JOSÉ PABLO MARTÍNEZ DEL RÍO, CA. 1867 
(INV. 453678; SINAFO, CONACULTA-INAH-MEX; INSTITUTO NACIONAL DE ANTROPOLOGÍA E HISTORIA)


Iniciaba así la historia del rancho “La Hormiga”, tierra que, trastocada cuando el periodo posrevolucionario y la gestación de una clase política que poco a poco cambiaba de hábitos, mutaría su aún poderosa investidura hacia 1934, año en que llegó a sus inmediaciones la Residencia Oficial de los Pinos… pero de ello se hablará en otra ocasión.



En F. Muñoz y J. Escobosa, Historia de la Residencia Oficial de Los Pinos, México, FCE, ¿2002?, p. 73.

La historia de la Residencia Oficial de los Pinos (primera parte)

La tierra del Rey

Aquello era un inconmensurable prado que evocaba serenidad y brindaba resguardo a sus huéspedes; un lugar que por lo narrado en las crónicas indígenas incitaba a habitarlo. Eran tiempos prehispánicos y por estas historias podría deducirse que sobre sus linderos hubo pobladores desde el siglo XII; leyendas de toltecas, la llegada de la séptima tribu nahuatlaca, la última parada de los mexicas tras su peregrinar desde Aztlán hacia mediados del XIII...

Era Chapultepec-Techcatitlan-Hueytenango[1] con sus inmediaciones de prolífica vegetación. El sitio donde le fue construido un castillo a Nezahualcóyotl o el que Moctezuma consideró un lugar sagrado. Y quizá en el siglo previo a la conquista fue cuando este espacio siempre productivo por su fertilidad y verdor dejó de ser un lugar empoderado para convertirse en un referente de poder y descanso en los siglos sucesivos.

Consumada la conquista española en 1521, cuando la fiesta de San Hipólito (misma iglesia que hoy es casa de San Judas Tadeo), Hernán Cortés empezó la planeación de la nueva capital, cuyo trazo desecó algunos cauces y apagó parte de los vestigios de aquella civilización. Y a pesar de los cambios, la historia del bosque de Chapultepec acumularía nuevas anécdotas en menos de un lustro. Justo en un documento de 1525 del Cabildo Municipal se asienta la primera referencia de un molino edificado por Hernán López de Ávila en la zona de Tacubaya, a quien se le permite construir un canal o zanja junto al río, es decir, un herido de agua.


1519-1521 The Conquest of Mexico
Tomado de www.emersonkent.com (consultado el 19 de febrero de 2014)

Aquel trapiche ocupó el parte del territorio del que después sería llamado Molino del Rey o del Salvador. Tampoco se sabe con exactitud quiénes fueron sus propietarios hasta antes de 1550; sólo que era de investidura real y quizá en un tiempo de Hernán Cortés. Ese año pasó a manos del regidor Ruy González, acumulando a partir de entonces una serie de heredades, pero manteniéndose el común denominador en cada etapa: la cualidad de productiva y rica hacienda al servicio de ciudadanos acaudalados.

Don Cristóbal Gudiel y después Alonso de Alcocer sucedieron al regidor como dueños del inmueble antes de que cayera en manos del terrateniente Juan de Alcocer, hijo del segundo, quien terminaría perdiéndolo en un primer embargo hecho por el Tribunal de la Santa Cruzada[2] debido a las deudas de éste a razón de unos préstamos, incumplidos al día en que lo alcanzó la muerte, pero que por intercesión de su viuda, doña Guiomar de Ábalos y Bocanegra, pudieron mantenerlo unos años más tras haber pedido permiso para arrendarlo. Sin embargo, su pérdida definitiva y posterior subasta se daría tras la muerte de ella.


José María Velasco, Valle de México tomado cerca de Molino del Rey (detalle), 1900, óleo sobre tela, Museo Nacional de Arte/INBA 
(Digitalización: Raíces). Tomada de: http://www.arqueomex.com/S9N5n4Esp35.html (consultado el 19 de febrero de 2014)

En la almoneda, Antonio Urrutia de Vergara adquirió el Molino del Rey y otras propiedades pagando la correspondiente suma con pesos de oro común. En éste y otros molinos de Chapultepec, más algunas parcelas de Tacubaya y Santa Fe, fundaría el segundo de  tres mayorazgos, aunque con el tiempo pidió que el trapiche del Rey fuera integrado al primero. Con él se edificaron inmuebles que servían de descanso.

A su muerte, sus bienes fueron heredados a las siguientes generaciones hasta la primera mitad del siglo XVIII, cuando una de sus descendientes casó con Juan Javier Altamirano, VI Conde de Santiago de Calimaya, llegando así el distinguido apellido Altamirano a la historia del molino. Y nuevamente, con el casamiento de una de sus descendientes, Ana María Gutiérrez Altamirano, con Leonel Gómez de Cervantes y la Higuera, llegó el turno de los Cervantes, ricos también, extendiéndose el realce del lugar al amparo del poder económico y social.

Por oficios e inventarios citados en distintas fuentes historiográficas se infiere que la proporción de los molinos de Chapultepec eran mayúsculas, lo cual encarecía su manutención, incluso que el del Rey era prácticamente un centro neurálgico, mas no cejaban los esfuerzos por mantenerlo como un lugar de remanso, producción y poder, aunque en muy pocos años, desde los albores de la independencia de Nueva España y hasta los primeros años de la lucha, iniciaría periodo crítico.



[1] En el pasado prehispánico era recurrente que los topónimos fueran compuestos por dos o tres palabras; éste era con el que llamaban a Chapultepec.
[2] Instancia encargada de procurar el debido uso de las bulas y embargar a los deudores. En F. Muñoz y J. Escobosa, Hitoria de la Residencia Oficial de Los Pinos, México, FCE, ¿2002?, p. 26.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Postales de México

El canal de la Viga hacia 1900

Al imaginar la vida cotidiana en la capital de México en los albores del siglo XX, quizá el pensamiento se traslada al ambiente revolucionario, ése que gracias a la historia hoy sabemos que estaba a punto de alcanzar su cenit. Sin embargo, más había en la esfera y el espacio públicos, donde la gente con sus actividades modeló su territorio urbano y adecuó sus recursos a tantas necesidades. El canal de la Viga, con una larga historia, es referente inmediato de ello.


Postal del canal de la exhibida en el Museo del Objeto, 
ubicado en la colonia Roma de la ciudad de México

Lacustre desde tiempos inmemoriales, fue una arteria primordial para el abasto de toda clase de productos de y para los capitalinos: becerros, azufre, nabo, leña, maíz, brea, mantas, bueyes... Los marchantes, al cuidado de sus mercancías, emprendían el largo camino al centro de la capital de madrugada, y por ahí se echaban un café de olla o un ‘trago’, y hasta un buen taco para ‘aguantar’ la jornada. Eso sí, en la garita de la Viga(construida hacia 1604) todo bebía ser inspeccionado; hubo un momento en que a los comerciantes les era solicitado un pasaporte y hasta un corrupto derecho de piso.

De acuerdo a mapas de la segunda mitad del XIX, el canal de la Viga era parte del canal México-Chalco, iniciaba en “... Chalco, seguía por Xico, después atravesaba el dique de Tláhuac (que dividía los lagos de Chalco y Xochimilco) para unirse con la acequia que comprendía los pueblos de Culhuacán, Mexicalzingo, Iztacalco y Santa Anita hasta entrar a la ciudad de México por la garita de la Viga, y finalmente el canal llegaba a las calles de Roldán por el rumbo de laMerced”,[1] lugares que además aún existen.

William Henry Jackson (atribuida), Canal de la Viga, Ca. 1890

También había momentos en que el tránsito sobre su ruta era lento, como hoy, y quizá tampoco eran los menos quienes intentaban avanzar buscando el menor resquicio o se escurrían entre carriles reglamentados por la sabia costumbre para quedar delante y así alcanzar más rápido su destino... nada más que desplazándose sobre agua en vez de asfalto, en canoas, trajineras, góndolas movidas por remos o largas varas (también hubo barcos de vapor), unas veces más fácil que otras, según el azolve acumulado de acuerdo a la época del año. 


Y como no todo era comercio, en una época su gente, residentes de las comunidades de la periferia, marchantes, remeros, visitantes, gendarmes, administradores, y por supuesto familias, dieron lustre al popular Paseo de la Viga, ya que en éste tuvieron lugar celebraciones como la del Viernes de Dolores o Fiesta de las Flores, en primavera, que de acuerdo a crónicas de la época, eran festejadas con júbilo desbordante.

También llamado en anteriores siglos Canal Nacional y Acequia Real en algunos puntos, este canal se extinguió pasado 1910; peor aún, se llenó de inmundicias, lirio y otros desechos que orillaron a la Comisión de Higiene a declararlo lugar de riesgo para la salud pública. Años después sería rellenado y luego, en los cincuenta, pavimentado. Actualmente es una de las avenidas principales del sureste capitalino que desembocan en el centro de la ciudad, y viceversa.


[1]Araceli Peralta Flores, “El canal, puente y garita de la Viga”, en Janet Long y Amalia Attolini(cords.), Caminos y mercados de México, México, IIH-UNAM / INAH, 2009, p. 459. 

Nuestra lengua viva

De la cotidianidad a la lengua

Si alguna vez ha escuchado o le han llamado cochino ha fraternizado con uno que otro cuate, se ha llevado un itacate de casa de sus parientes, se compró unos cacles, y hasta si conoció o ha oído hablar de El Ahuizote, un periódico del siglo XIX, quizá le ocupe saber de dónde provienen estos términos que algunas personas se han  encargado de chotear.  


 Anónimo, "A propósito del 30 de julio", en El Hijo del Ahuizote  (Dir. Néstor González), 
núm. 757,5 de mayo de 1901, México

Por ahí de tiempos prehispánicos, mucho antes de la llegada del conquistador español Hérnan Cortés y huestes que lo acompañaban, la civilización vigente cinceló un universo que muchos siglos después sigue latente por medio de sus suntuosas expresiones arquitectónicas, religiosas, astronómicas... presentes en muchos rincones del país, además de las que nos competen aquí: las lingüísticas, que sin embargo, mucho tendríamos qué hacer para explorarlas 'todititas', así que sólo abrevaré algunos nahuatlismos (palabras del náhualt).


Huarache, zapato típico mexicano

Resulta que los antiguos pobladores llamaron cochini (dormilón) a los cerdos que trajeron los españoles a nuestra porción de América, pues siempre estaban dormidos; un cóatl (gemelo, individuo o persona cercana) era para la sociedad de aquella época lo mismo que para la actual; el ihtácatl era ese conjunto de provisiones que se llevaba a un viaje largo o simplemente a casa; el cactli era la sandalia, hoy zapato; Ahuítzotl, como el "nombre de un gobernante mexica al que se atribuía crueldad extrema", expresada esta última mediante la crítica mordaz contra el aparato político hecha por el periódico citado líneas arriba; y finalmente xochtía para referirse a algo que no debía tomarse ya en serio porque se ha desgastado o se ha vuelto algo frívolo.

Si nos sumergiéramos "a nuestras anchas" en el origen de lo que decimos, encontraríamos una vastísima realidad en la que cada palabra de nuestra lengua únicamente se integra para definirla. Por tanto, abrazar las raíces del español actual -de México por lo menos-, andar por los vericuetos de nuestra tradición oral y aprehendernos de nuestra cotidianidad, no deja de ser tan apasionante como sorprendente. Y en este mismo cuento, otro día les platico sobre el coco y el tlacuache, esos seres a quienes temen los niños, o el el chintamal, nuestros tianquiztlis o los habituales trácalas.

martes, 4 de febrero de 2014

Una tradición popular

A propósito de los tamales de cada 2 de febrero



“Hay de chile, de dulce y de manteca”... expresa el dicho popular acerca de la variedad de los tamales, que aparte de ser vasta y un verdadero deleite, agolpa tradiciones de no pocas cocinas típicas del territorio nacional, las cuales le han dado prestigio, riqueza cultural y arraigo entre los mexicanos; y ni qué decir del 2 de febrero con el Día de la Calendaria, celebración de origen capitalino a la que seguramente no pocos asociamos a la gran 'comilona' de tamales, invitados por quienes vieron asomar al Niño Dios en su pedazo de rosca unas semanas antes.  
         Generalmente envueltos en hojas de mazorca, de planta de maíz, de plátano, de papatla, de hierba santa, entre otras, y servidos “encuerados”, la diversidad de este platillo enlista peculiares ejemplares, como los tamales barbudos, típicos de Sinaloa, en cuyo interior se agregan camarones con cáscara; los de Judas, elaborados con masa de maíz rojo y endulzados con miel piloncillo, degustados en Semana Santa; los tontos, hechos de pura masa cocida al vapor y sin condimento alguno –sea anís, sal o manteca–, con los que se acostumbra comer el mole prieto; las corundas purepechas preparadas al vapor en olla de barro que acompañan el churipo, guiso tradicional michoacano; los juacanés, tamales de frijol con camarón de origen zoque; los toropintos de la costa chiapaneca, hechos con frijol camagua o petejul; los úgui, de origen otomí, envueltos en hoja negra de maíz y elaborados con canela, piloncillo y anís; los de ancas de rana, elaborados en los llanos hidalguenses de Apan, en los alrededores de la laguna de Tecocomulco; los piques de la Huasteca, con los que se acompaña un rico café por la mañana o por la noche; el colosal zacahuil, hecho con la carne de todo un puerco o la de varios pollos, el cual forma parte de la tradición fúnebre huasteca... entre muchos, muchos más; varios de ellos descritos en el Diccionario del náhuatl en el español de México (2009), de Enrique García, Enrique Rivas y Librado Silva, coordinado por Carlos Montemayor.


En Coyoacán tiene lugar la tradicional feria del tamal, en el marco 
de la tradición capitalina de la Candelaria.  


De la ciencia al arte

De hospital para sifilíticos a academia de artes

Muchos conocemos hoy, o por lo menos hemos oído nombrar a la Academia de San Carlos, un lugar para la enseñanza del arte enclavado en el centro de la capital mexicana, más o menos a espaldas de Palacio Nacional. Sin embargo, me aventuro a pensar que un tanto menos imaginamos lo que ahí ocurrió previo a la llegada de las artes. 

Resulta que tras la conquista de los españoles a Nueva España en 1521, las culturas que ahora departían en la joven Ciudad de México buscaban las formas y los medios para congeniar en costumbres. A la par, también llegaban diferentes modelos de organización social, de comercio, de estructura política… y también enfermedades, como el mal venéreo.

Así, a instancias del obispo de la capital novohispana, fray Juan de Zumárraga, y con la anuencia del rey Carlos V, hacia 1539 se dispuso la fundación de un hospital que atendiera a los llagados por este mal: el hospital del Amor de Dios, puesto bajo la advocación de San Damián y San Cosme. Después, en cédula real expedida en Madrid el 29 de noviembre de 1540, se da el patronazgo al obispo, y el 13 de mayo de 1541 se verifica jurídicamente su escrituración. Zumárraga dispondría que la catedral metropolitana –a cuyo costado se ubicaba entonces– lo sostuviera y que se destinara el noveno y medio de los diezmos para su manutención.

Aunque ya había varios nosocomios, como el Hospital Real de Indios o el de Jesús, ninguno tenía cómo brindar las unciones a los sifílicos; ni abasto ni condiciones. Crónicas de la época narran que muchos conquistadores padecieron de bubas. “Era tan general el mal venéreo, que se miraba como una nota en todo hombre honrado, la falta de los achaques de esa enfermedad”, dejó escrito el médico español Cárdenas en publicación de 1591.

Con el paso del tiempo, el hospital sumó otras contribuciones provenientes de rentas, pero a dos siglos de haber sido fundado se mantenía con gran esfuerzo, pues los gastos para nada eran mínimos, empezando por el alto salario del administrador general (más de mil pesos anuales), que mucho se diferenciaba del que obtenían afanadoras, cocineras, atoleras, lavanderas y demás personal de servicio (menores a 80 pesos). Con cerca de 150 camas para los contagiados, funcionaría hasta mediados del siglo XVIII. Mayordomos, capellanes (Carlos de Sigüenza y Góngora fue uno) y los obispos quedaron a cargo.

Quizá por las trastabillantes condiciones políticas y sociales que vivía la nación mexicana, el sanatorio real del Amor de Dios decayó. Las unciones no podían brindarse más y los enfermos fueron enviados al Hospital de San Andrés, en la actual calle Tacuba. El 1 de julio de 1788, día del traslado, también quedaron cerradas sus puertas. Pocos años después recibiría a la hoy llamada Academia de San Carlos, que para mí, es simplemente un lugar entrañable.

 
Interior de la Academia de San Carlos durante una ceremonia de 
titulación; por ahí ando yo, casi en primer plano. Invierno de 2012.