miércoles, 23 de julio de 2014

Historias de dinero

Historias de dinero


De peso universal

En
 los primeros años de la conquista, el real fue la base del sistema monetario español en ultramar, hasta que en 1537 un decreto avaló que la Casa Real de Moneda de la Ciudad de México acuñara el real de a ocho. La moneda creada sólo para el comercio interno de Nueva España, con el paso del tiempo dominó la escena mundial.
La unidad novohispana poco a poco suplantó las formas mercantiles que operaban localmente. Por otra parte, la compleja diversidad de sistemas de la época fue barrida por el real de a ocho, cuyo valor intrínseco de 27 gramos de plata aumentó su presencia en los intercambios. Los mercaderes hispanos comenzaron a embarcar sus monedas en los galeones que surcaban el Pacífico y los chinos las aceptaron gustosos a cambio de sus productos.
El nuevo real tejía ya el mercado mundial, desplazando a los maravedíes, ducados y denarios de Occidente, a la piastra de Oriente, y siendo legal en las Antillas, España y Sudamérica. Para el siglo xvii era una realidad cotidiana. Después, las leyes del mercado condicionaron su presencia: un resello de punzón los diferenció en China y Brasil, en Inglaterra le asignaron valores particulares y en Estados Unidos respaldó la moneda local al triunfo de su independencia, además de que fue legal hasta 1857.

Su aceptación como medio universal de pagos duró hasta el siglo xix, cuando aún circulaban las piezas de la Colonia junto a las que, desde el triunfo de la independencia, habían sustituido en sus caras las marcas de la Corona por el escudo nacional. Todo un hito en la historia del comercio mexicano y mundial.

Usos del español en México

Postales de nuestra lengua


Nimiedades del español de México en 1944

C
onsecuencia de los tiempos vividos, la evolución del español usado en México ha sumado sus propias acepciones y virtudes desde que fuera introducido al territorio en el siglo xvi; por supuesto que muchas de ellas se forjaron ajenas al español de nuestros conquistadores, y no nada más por la apropiación de vocablos para transformarlos o mimetizarlos con voces del náhuatl, otomí, maya... (en los que abundaremos en otra ocasión), sino también por los intrincados vericuetos en los que los usuarios incurren ante su necesidad de llamar, nombrar o expresarse.
Para muestra, un botón, dice un clásico. En una nota publicada a fines de septiembre de 1944 en el periódico El Nacional, el escritor y poeta español avecindado en México, Juan Rejano, escribió palabras que los ibéricos dejaron de usar pero que en México continuaban vigentes; a saber: recámara, luego luego, lépero y festinar, a la sazón sustituidas por alcoba o dormitorio, en seguida o al instante, desvergonzado o procaz, y apresurar, respectivamente. Agrega, en este tenor, que los mexicanos usan la forma verbal urgir, y los españoles sólo el sustantivo urgencia.
En otro orden de ideas, Rejano, también considerado exponente de la Generación del 27, enlista términos que significan distinto a cada lado del Atlántico. En México, conceptuoso es un discurso lleno de interés, en España uno “lleno de oscuridad, de repliegues”, explica; y de quien ora, los mexicanos dirían que discursó enfáticamente, un vocablo que los europeos usarían para decir que el orador pronunció con pedantería. Peculiar resulta el caso de chulo –popular en ambos países al día de hoy–, que en México significa bonito y por allá, antes, se usaba para llamar a alguien que viste con majeza, y hoy, para referirse a un vago o a un vividor de mujeres.
También menciona palabras diferentes para llamar lo mismo; por ejemplo, en la nación peninsular se usa tardar, acá dilatar; agradable allá, suave aquí; camorrista y rijoso; butaca y luneta; marchar e ir... Acá por ejemplo sigue siendo peculiar escuchar que alguien diga: “Ya se marchó” en lugar de “Ya se fue”. Y sobre entrada y boleto, escribe: “Ninguna [...] es propia del caso, porque lo que se va a recibir no es la localidad ni la entrada, sino el medio de conseguir una y otra”; un argumento peculiar sin duda.
En otros casos de llamar la atención, explica primero que en México “se le ha quitado al siempre rotundidad [...] se le ha dado una especie de valor afirmativo dulcificado”. En segundo lugar, ejemplifica la existencia de palabras provenientes de territorio “yanqui” entre los mexicanos, principalmente los fronterizos, destacando que éstas se han transformado para atender necesidades propias,  aglutinándose en populares estilos como el pochismo; una idea que expresa bien el término ningunear: “Es tan precisa –tan valiosa– [...] que el idioma español estaba esperándola con los brazos abiertos”.
Quizá la nota aquí referida sea una muestra infinitesimal de un universo lingüístico tan flexible como cambiante, a razón de las costumbres de una sociedad que necesita convivir y expresarse para evolucionar.

Hoy, las cosas no son distintas.  

Entre naciones

Entre naciones


Armando R. Pareyón y la cita que cambió el destino

La
 sociedad europea llegaba a aquel verano de 1940 inmersa en un ambiente de tensiones bélicas; la Segunda Guerra mundial llevaba ya varios meses asolando la geografía de aquel continente. Por otra parte, España salía, poco a poco, de aquella guerra civil –terminada oficialmente en 1939– que tocó profundamente a sus ciudadanos y Estado; un conflicto interno que no sólo transformó a los de la península ibérica, pues las repercusiones internacionales también marcaron en esos años a Francia y para siempre a México, con el asunto de los exiliados.
El acuerdo entre Francia y México sobre el caso de los desterrados españoles, significó una breve acotación en medio de la guerra. Cuando las tropas alemanas llegaron a las puertas de París el 14 de junio de 1940, se “firmaba” la ocupación. El primer ministro francés Paul Reynaud inició lo que en el papel parecía una desordenada huida hacia el sur, hasta que renunció, dejando al militar de gran fuste, Henry Philippe Benoni Omer Joseph Pétain (1856-1951), a cargo de una nación doliente y de un gabinete itinerante que finalmente encontró dónde establecer sus oficinas: el Hotel Du Parc, en el poblado de Vichy.
Cuenta el militar Armando R. Pareyón,[1] también diplomático y entonces jefe del Estado Mayor del presidente Lázaro Cárdenas del Río, que hasta este lugar llegó en esos días el abogado guanajuatense Luis I. Rodríguez, enviado por el primer magistrado mexicano. La misión fue entrevistarse con Pétain, el héroe de la Batalla de Verdún de la Primera Guerra mundial (1914-1917), para interceder por los refugiados españoles. Cita Pareyón sobre la instrucción cablegráfica dada a Rodríguez:

Con carácter urgente, entreviste usted al gobierno francés y manifiéstele que: México está dispuesto a acoger a todos los refugiados españoles de ambos sexos residentes en Francia. Diga usted que este gobierno está tomando medidas conducentes para llevar a la práctica esta resolución en el menor tiempo posible. Si el gobierno francés acepta en principio nuestra idea [...] todos los refugiados españoles quedarán bajo la protección de la bandera de México. Asimismo, de aceptar el gobierno francés, sugiera usted la forma práctica para realizar propósitos, en la inteligencia de que, en atención a las circunstancias, nos dirigimos a gobiernos alemán e italiano, comunicándoles nuestros deseos.   

Dicho sea de paso, Pareyón explica que Cárdenas también se comunicó a Washington y solicitó apoyo para su iniciativa a los gobiernos de Centro y Sudamérica. Mientras tanto en Francia, la cita entre Pétain y Rodríguez quedó pactada para el 8 de julio de 1940, a las 16:30 horas, en el 418 del hotel de Vichy. Y tras el intercambiar saludos, el guanajuatense “entró en materia”, a decir de don Armando, a lo que el entonces octogenario militar francés respondió:

— ¿Por qué esta noble intención que tiende a favorecer a gentes indeseables?
— Le suplico lo interprete usted, señor mariscal, como un ferviente deseo de beneficiar y amparar a elementos que llevan nuestra sangre y nuestro espíritu.
— ¿Y si les fallaran, como a todos, siendo como son, renegados de sus costumbres y de sus ideas?
— Habríamos ganado, en cualquier circunstancia, a grupos de trabajadores capacitados como los que más, para ayudarnos a explotar las riquezas naturales que poseemos.
— Mucho corazón y escasa experiencia.

Palabras más, palabras menos, la conversación que se prolongara por un momento más, llegó a feliz término cuando, expresa Pareyón, Petain manifestó su admiración por Cárdenas:

Yo lo admiro como soldado y lo envidió como ciudadano. Diga usted que estoy conforme con el plan que se me propone. No vale la pena ahora discutirlo en detalle. Tampoco sé a quién darle tan señalada comisión. En vísperas de renovarse el gobierno [francés], ignoro todavía el nombre de mis colaboradores. Cualquiera que resulte llevará mis directrices para realizar con usted  esa empresa tan generosa.

Concluye el jefe del Estado Mayor de Cárdenas que “se había resuelto, casi milagrosamente, con profundo sentido de la humanidad, la suerte de más de un millón de hombres atenazados por el destino y que sacudían así los grillos y cadenas de su propia angustia”.[2] Así las cosas, el 23 de julio de 1940 tuvo lugar la firma del “Convenio Franco-Mexicano” con el que ambas delegaciones daban un giro importante a la historia de los españoles sin tierra. El resto es historia sabida, y aún en nuestros días, vivida: el exilio español en México se fusionó nuevamente con la tradición mexicana de la época, una mezcla que al día de hoy sigue vigente.   
  






[1] Armando R. Pareyón Azpeitia, Cárdenas ante el mundo, México, Populibros La Prensa, 1977, p. 121-164.
[2] Pareyón Azpeitia, op. cit., p. 129-130.

En vías de la independencia

En vías de la independencia


 De Iguala a Córdoba: el proyecto de independencia iturbidista


La
 sociedad de la futura nación mexicana llegó a 1820 conviviendo en una aparente estabilidad otorgada por el dominio realista luego de años de cruentas batallas libradas contra los insurgentes que, escasos, sobrevivían en condiciones poco favorables para abrazar la victoria. La esperanza por obtener la autonomía de España iniciada desde hacía una década aún latía, aunque criollos, realistas, expedicionarios e insurgentes, deseaban conseguirla al amparo de sus propios métodos.
La Constitución gaditana, de vocación liberal y anticlerical, fue restablecida sin la anuencia de todas las partes; finalmente, en mayo de aquel año, el virrey De Apodaca se vio obligado a jurarla. A la par, se celebraron conjuras que contravenían el nuevo orden. Primero encubiertas y después inmersas en una ardua labor comunicativa, las posturas no conseguirían su cometido; salvo una, la de Agustín de Iturbide, “el Dragón de fierro”.
Criollo aristocrático y ferviente católico, el michoacano Iturbide vislumbró la independencia a partir de un proceso emancipador y una amplitud de perspectivas (religiosa, militar, política…). Si bien había hilvanado sus primeras ideas desde el otoño anterior, esperó al 24 de febrero de 1821 para proclamar su Plan de Iguala, cuyos principales postulados eran garantizar la religión católica, lograr la independencia con una monarquía constitucional, y conservar la paz y unión de americanos y europeos.
El Plan era práctico y estaba tan bien elaborado que logró la adhesión de casi todos los mandos, los cuales después conformaron el Ejército de las Tres Garantías, fuerza que procuraría el Plan, la Independencia y la futura constitución, emanada de la “Junta Gubernativa de la América Septentrional”, como fue titulada en el documento. Además, se invitaba a gobernar al propio Fernando VII o a otro miembro de la casa reinante.
La independencia entraba a su fase final. En el verano de 1821 desembarcó en Veracruz el nuevo virrey O’Donojú, quien a favor del movimiento, firmó con Iturbide los Tratados de Córdoba el 24 de agosto. Un preámbulo y diecisiete artículos redactados por José Domínguez, secretario del futuro emperador Agustín I, y sólo modificados por O’Donojú para favorecerse, otorgaban a México su autonomía, ratificando entonces lo postulado en el Plan de Iguala, aunque ahora no era forzoso que los gobernantes pertenecieran a la Casa Real española.
El 27 de septiembre, el Ejército Trigarante hizo su entrada en la capital consumando así la independencia. Al día siguiente se firmó la segunda acta independentista. “La nación mexicana que, por trescientos años, ni ha tenido voluntad propia, ni libre el uso de la voz, sale hoy de la opresión en que ha vivido”, expresaba entre sus líneas el consagrado documento.
Cuatro páginas de 31 x 21 cm bajo el título “Plan de Iguala del Sr. Coronel D. Agustín de Iturbide. Publicado en Iguala 24 de Febrero de 1821”, impreso en octubre de ese año, dejan constancia de lo fraguado por Iturbide en el plan que daría identidad y posible forma a la nueva nación. Y aunque ésta no es la primera constancia de los documentos, sí es en la que se dan a conocer juntos. Fueron publicados por Ramón Gutiérrez del Mazo, Primer Jefe Político de la Ciudad.

El legado de las letras

El legado de las letras


 Tesoros bibliográficos de Nueva España

S
abido es que la llegada de los españoles a América a principios del siglo xvi trajo consigo una estela de nuevas costumbres que con el correr del tiempo se fusionaron con las tradiciones locales, redefiniendo el entorno de una sociedad tan diversa y asimétrica como rica culturalmente. De cada evento acontecido en el corazón de la naciente Nueva España, surgió la imperiosa necesidad de registrar su historia.
A instancias del virrey Antonio de Mendoza y el obispo Juan de Zumárraga, el impresor alemán Juan Cromberger envió a la capital novohispana la primera imprenta que existiría en el lugar, como consta en documento auténtico, pero que desafortunadamente no da fecha ni algún otro pormenor del suceso. Así, la llegada de la rotativa a estos lares fue de gran utilidad para plasmar en libros y pliegos diversos lo ocurrido entonces, que tiempo después formaría parte fundamental de la historia del Nuevo Mundo.
Con base en la obra Bibliografía mexicana del siglo xvi, de Joaquín García Icazbalceta (editado en 1886 por Librería de Andrade y Morales, Sucesores / Imprenta de Francisco Díaz de León), podemos decir que la imprenta llegó a México en la década de 1530, que tuvo por primera ocupación la impresión de cartillas o de trabajos pequeños urgentes, y que de las prensas de aquel aparatoso artefacto salió la Escala, que podría ser considerada la primera obra impresa en Nueva España.
Se considera que el primer impresor en la región fue el célebre Juan Pablos. En cuanto a las sedes, se tiene registro de que en abril de 1540 estaba en operación la imprenta en la Casa de las Campanas, del obispo Zumárraga, ocupando la esquina de las calles de Moneda y cerrada de Santa Teresa la Antigua, frente al costado del que fuera el Palacio Arzobispal.
Según la versión de Icazbalceta, “a un obispo se debió, sino en todo en mucha parte, la venida de las primeras prensas: prelados y religiosos se obligaron a sostenerlas, y las Órdenes les dieron continuo alimento con el tesoro de sus obras en lenguas indígenas, tan estimadas hoy en el mundo entero. Nuestra primitiva Iglesia puede, pues, gloriarse de haber introducido y fomentado en el Nuevo Mundo el maravilloso arte de la imprenta”.